viernes, 16 de diciembre de 2011

El Ocupante, de Sarah Waters

T.O.: The Little Stranger, 2009
Editorial: Anagrama
Colección: Panorama de Narrativas
Traducción: Jaime Zulaika
532 páginas

Argumento:

Tras acudir a Hundreds Hall para atender a la criada, el doctor Faraday comienza a ser un visitante asiduo de la familia Ayres y confidente de los inquietantes sucesos que ocurren en la mansión.

Comentario (con Spoilers):
“Yo era, en general, un niño obediente. Pero la cortina daba al chaflán de dos pasillos con suelo de mármol, cada uno lleno de cosas maravillosas, y en cuanto ella desapareció sin hacer ruido en una dirección, yo di unos pasos audaces en la otra. Fue una emoción increíble. No me refiero a la simple de entrar en un lugar prohibido, sino a la de la propia casa, que me mostraba todas sus superficies: desde la cera del suelo y el lustre de las sillas y armarios de madera, hasta el bisel del espejo y la voluta de un marco. Me atrajo una de las paredes blancas y sin polvo, que tenía un borde decorativo de yeso, una reproducción de bellotas y hojas. Yo nunca había visto nada semejante, aparte de en una iglesia, y después de contemplarla un segundo hice lo que ahora me parece una cosa horrible: envolví entre mis dedos una de las bellotas y traté de arrancarla de su sitio; y como no conseguí despegarla, saqué mi navaja y la recorté. No lo hice con un espíritu de vandalismo. Yo no era un chico malicioso ni destructivo. Era sólo que admiraba tanto la casa que quería poseer un pedazo de ella; o más bien como si la propia admiración, que sospechaba que no habría sentido un chico más normal, me autorizase a hacerlo. Supongo que me sentía como un hombre que quiere un mechón de pelo de la cabeza de una chica de la que se ha enamorado súbita y ciegamente.”
Esta cita del comienzo de la novela (páginas 10-11) sirve de presentación a los dos principales protagonistas: el doctor Faraday, casi treinta años después de esa escena, y Hundreds Hall, la mansión que visita, quizá el personaje más “vivo” de toda la narración, pese a que todos ellos, desde el médico hasta la familia que vive en ella (la señora Ayres, una viuda a quien acompañan sus hijos, Caroline y Roderick, y su única sirvienta, la adolescente Betty), están trazados con rasgos profundos, tanto en la descripción de su apariencia como en la de sus personalidades.

Disfrazada de historia de fantasmas con toques clásicos y atmósfera gótica (a veces da la impresión de que transcurre a finales del XIX cuando en realidad la acción se sitúa en 1947, en la posguerra, ya sea de forma deliberada o por el estilo de la autora, cuyas novelas están ambientadas mayoritariamente en la época victoriana), se utiliza la progresiva decadencia de la casa y sus habitantes de un modo simbólico y metafórico para mostrar algunos de los cambios producidos en la sociedad como consecuencia de la segunda guerra mundial, entre ellos la difuminación de la diferencia de clases y la difícil adaptación a un mundo que avanza de forma inexorable.

Tanto la familia como el Hall parecen rechazar el progreso, encerrándose en sí mismos y rechazando cualquier influencia exterior que pueda cambiarlos. El intento de la señora Ayres de buscar un marido para  Caroline, mediante una fiesta a la que invitan a los Baker-Hyde (“Es un constructor, ¿no? Seguramente echará abajo Standish y construirá una pista de patinaje. O quizá venda la casa a los americanos. La embarcarán rumbo a Estados Unidos y la reconstruirán allí, como hicieron con el priorato de Warwick.” ) y a su hija pequeña, Gillian, que tiene un final dramático. Cuando Caroline muestra la casa a Faraday por primera vez le señala un reloj con las manecillas paradas a las nueve menos veinte: “—Roddie y yo las pegamos cuando se rompió. —Y, al ver mi expresión perpleja, añadió—: Las nueve menos veinte es la hora en que se paran los relojes de la señorita Havisham en Grandes esperanzas. Entonces nos pareció divertidísimo. Reconozco que ahora ya no es tan gracioso...”

La narración en primera persona por el doctor Faraday, no parece una elección aleatoria, sino premeditada para conseguir un fin: sólo se sabe lo que él relata de lo que le cuentan, y al no ser nunca testigo de los hechos sobrenaturales que atormentan a los Ayres permite cuestionarse si, como él cree, son producto de una enfermedad mental o hay una presencia en la Hundreds Hall que perturba a sus habitantes por motivos desconocidos, aunque a lo largo de la lectura que se van sugiriendo con sutileza algunas posibilidades.

De hecho, a cada personaje le afecta de una manera y tiene su propia teoría sobre lo que sucede: Roderick lo toma como una amenaza a su familia, a quien tiene que defender; la señora Ayres cree saber de qué se trata y lo acepta con alegría pese a la inquietante escena en la habitación de los niños del capítulo 10; Caroline, pese a su reticencia, especula sobre espíritus o partes de una persona: “Partes inconscientes, tan fuertes o trastornadas que pueden adquirir vida propia.” Un colega de Faraday, el doctor Seeley piensa, en el capítulo 11 que es un proceso autodestructivo: “¿…qué queda de una familia como ellos en la Inglaterra de hoy? Como clase, están acabados.”

La atmósfera, densa y enfermiza, está muy bien lograda, con capítulos larguísimos, descripciones eternas, sobre todo de Hundreds Hall y de Caroline Ayres (Faraday alaba la belleza de la mansión mientras describe a la joven como de rostro feo y piernas gruesas) y algunos altibajos que pueden dispersar la atención: ante pasajes interesantes como el de la reunión en la casa, la fiesta a la que acuden Caroline y Faraday, la degradación de Roderick que se manifiesta al tiempo en su interior y en la habitación de la que se niega a salir, el incidente de la señora Ayres en los cuartos de los niños o el recorrido final por el Hall, hay escenas, casi siempre las del médico fuera del Hall, cuya minuciosidad, que en otras partes se disfruta, puede parecer aburrida o innecesaria, e incluso distraer de las tramas principales.

Dotada de una estructura circular (comienza con una visita de Faraday a una Hundreds Hall en todo su esplendor en 1919 y termina con otra, ya en ruinas, en 1950, ambas tras una guerra) y ambigua hasta la última página, la novela deja un final abierto en el que ninguna de las posibilidades parece del todo satisfactoria ni totalmente descartable, como si a la autora le interesara más la recreación de un ambiente, una época y las consecuencias de un cambio social profundo que la historia de fantasmas (en “Afinidad” ocurre algo similar).


*** T ***

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