Según la contraportada: "Richard O’Hara aguarda en un hotel de Shanghái la firma de un contrato entre el Gobierno de China y las farmacéuticas occidentales que lo convertirá en un hombre rico. Tras su estancia en Asia, recibe un extraño encargo: hallar el paisaje que aparece en una vieja fotografía. Obsesionado por esa imagen, emprenderá entonces un viaje alrededor del planeta en compañía de una mujer llamada Amanda. En este thriller vertiginoso, en el que los accidentes juegan un papel decisivo, los vampiros son coleccionistas de arte y el cineasta David Cronenberg explica cuál es el verdadero espíritu del siglo xxi, Ricardo Menéndez Salmón muestra su confianza en la ficción literaria como instrumento para interpretar nuestro mundo."
Comentario:
En primer lugar, hacer notar lo poco que encaja la descripción del argumento de la contraportada con lo que realmente contiene el libro. Lo del thriller vertiginoso es especialmente sangrante. Porque ni es thriller ni es vertiginoso. Bien, no voy a negar que cuando leí eso no me lo creí ni por un minuto, sabiendo quién era el autor.
En efecto, la débil trama, por llamarla de algún modo, es una mera excusa para enhebrar frases y párrafos "bonitos", en teoría artísticos, pero que, en general, no encierran un contenido real si se analizan. Todo eso podría tener un pase si buscamos el arte por el arte, la belleza por la belleza, la metáfora, etc, pero es que hasta en eso me parece que flojea con respecto a obras anteriores.
El título hace alusión a Andreas Lubitz, piloto tristemente famoso por haber estrellado un avión en los Alpes, y por el cual el protagonista parece sentir cierta fascinación. En realidad, se nos dice que le gustan los accidentes. Al final, también hay una película que narra el accidente de los Alpes, dirigida nada menos que por David Cronenberg, que hace una aparición estelar para darnos su visión del arte, la vida, etc.
Los personajes de esta novela tampoco tienen mucho fondo que digamos. El protagonista, O'Hara, tiene como misión poner una especie de vacuna a los chinos para eliminar su intolerancia a la lactosa (sí, tal cual), cosa que luego resulta formar parte del plan de un tal Control, cuyas disquisiciones sobre la vida eterna y la inmortalidad, nos hacen pensar en una especie de vampiro, aunque esto tampoco tiene relación con lo demás. Luego hay un viaje para buscar un paisaje de una fotografía o algo por el estilo, en compañía de una señora mayor llamada Amanda, cuyo sentido se me ha escapado.
Como dije antes, la trama es una excusa. El autor engarza reflexiones, parrafadas, descripciones... que no van a ningún lado. O quizás es que el sentido está tan escondido que no lo he visto. Me gustaría saber qué quiso expresar el autor con este libro. En algunos comentarios he leído que se trata de una "radiografía del hombre contemporáneo", pero de verdad, no lo he captado.
Eso sí, es tan breve que no se hace pesado, si es que uno se olvida del argumento y busca solo deleitarse con alguna frase o pasaje destacables, aunque estos no son tan abundantes como en otras novelas. De hecho, cuando lo comencé a leer pensé que, en verdad, RMS se había pasado al thriller, por el estilo de escritura. Sin embargo, conforme pasan las páginas se vuelve al estilo típico del autor (más diluido, me ha parecido)
En resumen, un libro difícil de valorar y seguramente muy bueno... si uno comprende lo que quiso decir el autor, pero un galimatías de elementos inconexos para todos los demás...
Algunos pasajes
Un sentido siempre complejo de acatar, y que apuntaba a satisfacer la vieja, reiterada, inexpugnable pregunta que también sólo a él correspondía responder: cómo llenar de motivos un tiempo sin pausa, cómo sobrevivir al tedio inenarrable de una vida sin final. En aquella labor de exhumación que no terminaba nunca, remontándose de época en época, hacia atrás en los almanaques como un cangrejo que invirtiera la flecha del tiempo para atrapar con sus pinzas no un omega de la restitución sino el alfa del reconocimiento, aquel pozo profundo aceptaba haberse escudado en alias de todo tipo, en climas tan variados como extremos, tras la máscara de lenguas tan ajenas entre sí como el urdu y el rumano, coetáneo de nombres que hoy eran mármoles imperecederos en los museos del asombro, los Alejandro y Constantino de cada ciclo humano, para regresar al misterio sin solución de cuándo el niño del desierto se convirtió, por obra y gracia de un suceso aberrante, celosamente oculto, de un don no presentido ni anhelado, otorgado sin causa ni disculpa, en el anciano sin edad condenado a no morir, a resistir cada impulso de demolición del tiempo y, con él, a padecer la inmortalidad de los afectos, el agravio más duradero.
El estreno mundial de El cielo se desploma tuvo lugar en el Lido de Venecia el día 1 de septiembre del año 2026. Fue la película escogida para inaugurar la edición número 83 de la Mostra. Vestido de negro, con su cabello plateado sobre la frente poderosa y despejada, su director, el canadiense David Cronenberg, mostraba un aspecto envidiable a sus ochenta y tres años. Pero se le veía irritado. La prensa había abucheado su trabajo. Los críticos de medio mundo habían abandonado la proyección aturdidos y enfadados. En el mejor de los casos, desconcertados.
Cronenberg manipuló el precinto de la botella de agua y al hacerlo salpicó la mesa, los papeles, el micrófono de la intérprete. No fue torpeza. Pareció nerviosismo. Si El cielo se desploma hubiera sido un éxito, la sala habría reído ante aquel acto fallido. Pero nadie se movió con simpatía en su asiento. Nadie se permitió un suspiro de placer ni de alivio. Nadie miró al director con benignidad a pesar de sus ochenta y tres años de edad y de sus magníficas obras, a pesar de lo que su trayectoria representaba para la historia del cine. Como si la rotura del precinto del agua fuera un mal augurio, un silencio incómodo y espeso se derramó entre el público. Mientras, la intérprete sonreía con fijeza de máscara. La risa tiraba de sus labios hasta regalarle una mueca triste, el rictus de una muñeca con la que nadie juega. Más de uno deseó que se pudiera rebobinar la escena. Que Cronenberg volviera a manipular con más tino la botella de plástico. Que el director y la intérprete volvieran a entrar en la sala. Que, piadosa y discretamente, El cielo se desploma nunca hubiera sido filmada.
La voz de Cronenberg expresó su convencimiento de que Andreas Lubitz era un síntoma. Y de que él, Cronenberg, había filmado síntomas durante toda su vida de cineasta. Síntomas del calvario y del éxtasis. Síntomas de la enfermedad y de la violencia. Síntomas de las nuevas parusías. La voz de Cronenberg puntualizó que Andreas Lubitz era el síntoma de una enfermedad que se llevaba gestando hacía muchísimo tiempo en el organismo occidental, largos años de ausencia y deterioro, una época espléndida y a la vez inocua. Ese síntoma, precisó la voz de Cronenberg, era la angustia ante el vacío. Cronenberg dijo que consideraba a Andreas Lubitz un enfermo de nihilismo, pero sin el cariz romántico de los primitivos nihilistas, los jóvenes rusos que se inmolaban en aras de un futuro mejor. No. Andreas Lubitz era un nihilista del narcisismo, un hombre débil y estúpido que quiso jugar a ser dios, cualquier dios, y que al poner en cuarentena los panteones nos hizo percibir la aterradora presencia del vacío. Un vacío tanto más implacable en la medida en que transparentaba un cúmulo de decisiones egoístas: falta de reconocimiento y éxito, deudas de dinero, la puesta en duda de una personalidad. La sala contenía el aliento. Venecia no estaba preparada para la filosofía. No el día 1 de septiembre del año 2026, con aquellas mujeres hermosísimas vistiendo trajes de diez mil dólares, con aquella suave luz enmarcando la Laguna como una joya imperecedera, con aquella procesión de inane esplendor que los actores, las actrices, su fama breve y brutal, la fama de los idiotas y de los muertos, irradiaba en torno suyo como flecos de un cometa que se desintegra. Por eso O’Hara sintió que Cronenberg hablaba sólo para él, que esa conversación había comenzado en una cafetería de Nueva York en marzo del año anterior, cuando en un ejemplar atrasado de Variety la noticia del rodaje de cierta película había llamado su atención.
Se me ha hecho realmente pesado. La sensación que queda es que era solo una excusa para que el autor suelte su propio discurso con cierta sensación de superioridad respecto al lector. Tal vez es porque hacía mucho que no tenía que consultar tantas palabras en un libro escrito en castellano. Y yo tampoco lo he entendido pero no creo que sea bueno, mas bien pretencioso.
ResponderEliminarEn pocas ocasiones me sucede y las añoro. Cuando leo un libro, releo frases, lo cierro y pienso. Es lo que me sucedió con Homo Lubitz cada par de páginas.
ResponderEliminarEstoy de acuerdo; no es ni thriller ni vertiginoso.
La belleza con que Ricardo relata la trama es admirable. Sus metáforas son inusuales, graciosas o provocan reflexión, pero todas bellas. No es una novela para la mayoría.