248 páginas
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Ebook: 5,99 €
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Un asesino a sueldo “moribundo”, el señor M.Y., autodefinido hombre de moral kantiana, está decidido a llevar a cabo el encargo por el que le han pagado, asesinar a Eduardo Blaisten, aunque sea lo último que haga en el último día que le queda de vida...
Comentario:
Aviso: este artículo contiene SPOILERS de varios pasajes de la novela, incluido el final.
Lo primero que llama la atención en “El asesino hipocondríaco” es el atractivo de su cubierta, y de una sinopsis que hace referencia al sinfín de supuestas enfermedades que padece el protagonista y a varios famosos (y difuntos) que sufrieron parecidas sintomatologías, lo que parece augurar un contenido cuando menos poco convencional.
La narración alterna capítulos breves en los que Y. hace una relación pormenorizada de sus síntomas, temores, mala suerte o las enfermedades que cree padecer con otros en los que se cuentan datos de las vidas (y muertes) de personajes conocidos (Proust, Voltaire, Tolstói, Molière, Kant, Byron, etc) y, más tarde, con aquellos en los que intenta, infructuosamente, cumplir su misión, algo que, en principio, consigue dar la impresión de realizar una lectura fluida y amena.
Redactada en primera persona, y aún así en un tono impersonal aunque capaz de transmitir el subtexto bajo lo que se cuenta, la voz del señor Y. resulta tan convencional que, pese a las supuestas penalidades que sufre, en ocasiones se hace difícil empatizar o sentir simpatía por él, quizá porque está definido únicamente en función de sus obsesiones, sin mostrar otros indicios de personalidad.
Durante las primeras páginas lo que se cuenta resulta hasta cierto punto divertido debido a lo absurdo y surrealista de las situaciones a las que se enfrenta el asesino, aunque pronto produce la sensación de que tanto el relato como su protagonista están metidos en un bucle repetitivo en el que las supuestas enfermedades que dice sufrir y afectan de forma “dramática” la conclusión de su trabajo aportan poco a una trama que va pareciendo más sencilla y superficial cuanto más se avanza en la lectura.
El autor resalta repetidamente la hipocondría de su protagonista en un alarde de documentación que no solo enumera cada enfermedad que cree padecer, sino que además cuenta sus síntomas y otros detalles curiosos, incidiendo sobre todo en el carácter “especial” de las patologías elegidas:
Capítulo 7: “La Maldición de Ondina no afecta a más de trescientas personas en todo el mundo, tamaña es mi mala fortuna.” (Microsueños súbitos en los momentos menos oportunos)
Capítulo 16: “No se conocen más de cien casos de gemelos parásitos en el mundo. Tal es mi mala suerte.”
Capítulo 24: “No hay más de veinte casos registrados en el mundo de personas que padecen el Síndrome del Acento Extranjero. Así de turbadora es mi mala suerte.”
Capítulo 27: “De los doscientos casos registrados en el mundo de personas afectadas por el Síndrome de Proteus, uno es el mío.” (El más famoso sería el de Joseph Merrick, el Hombre Elefante).
Capítulo 48: “El trastorno del embarazo imaginario es más frecuente en las mujeres, pero que sea una dolencia menos habitual en los hombres, que los afectados sean los integrantes de una rara minoría, debería ser precisamente una razón más para sensibilizarse ante su mal…”
Los capítulos dedicados a hipocondríacos reales (es de suponer que los datos biográficos sean ciertos) sirven para que el protagonista realice un paralelismo (al cúmulo de males se une en muchos casos una temprana orfandad) y una equiparación con estas personas que admira e incluso, en algunos casos, parece indicar que esta característica tiene algo que ver en su creatividad (apunta que Jonathan Swift creó a los struldbrugs que aparecen en “Los viajes de Gulliver” tras sufrir un vahído mientras escribía en el desván de su casa, o recuerda la reunión en Villa Diodati y el reto que dio origen al “Frankenstein o el moderno Prometeo” de Mary Shelley).
Esta dinámica, que poco a poco ha derivado en monótona, al punto que los frustrados intentos de asesinato, la relación de hipocondríacos famosos o la lista de síntomas cada vez más raros pierden gran parte de la inicial “frescura”, parece avanzar cuando en el capítulo 31 el asesino y la víctima se encuentran brevemente cara a cara en la casa del último en una escena que parece indicar una evolución en una trama que comenzaba a resultar demasiado simple y hasta previsible.
Quizá también por ese motivo, el autor hace que su protagonista despliegue nuevas actividades, que van desde escuchar las conversaciones entre Blaisten y su amante, Melaina, hasta las más delirantes, como apañárselas para dejar su testamento en poder de éste con la consecuente necesidad de recuperarlo que propicia un encuentro en el que salva la vida a su víctima, dando lugar a una relación entre ambos y al planteamiento y resolución de la única trama consistente de la novela: conocer la identidad de la persona que le ha contratado para cometer el asesinato.
Este intento de dotar de un mínimo argumento a la historia quizá resulte frustrante o insuficiente para quienes esperen una novela de misterio (apenas lo hay) o humor (la repetición casi anula el efecto inicial), e incluso para quienes gusten de las historias con un final, ya que se trata de una obra de estructura circular (acaba con el señor Y. en una situación casi calcada de la que da comienzo a la obra: “Hoy es martes, así que sé que no tardará en aparecer por la calle Virgen de los Peligros esquina con Alcalá, porque los martes se toma un café sentado en un taburete alto del Starbucks junto a la vidriera".)
De hecho, el propio señor Y. lo dice en el capítulo 42:
“Estoy sentado en la escalera de servicio del edificio de Eduardo Blaisten, y sé que mi historia es circular. Acabo de reparar en ello y lo he visto con total nitidez. No podía ser de otra manera, porque mi historia forma parte de otra mayor, más grande y elevada en todos los sentidos, la historia que una y otra vez escribimos con nuestras vidas todos los malditos por el estigma de la desdicha. Por eso acabo de tomar conciencia de que mis esfuerzos por matar a Blaisten parecen no llevar a ninguna parte, como si estuviera condenado a subir una roca a la cima de una montaña y siempre que estuviese a punto de lograrlo la piedra volviese a rodar hacia abajo hasta lo profundo del valle. Como si hubiera caído desde algún otro lugar hasta estrellarme de bruces en el centro de una farsa.”
En conclusión, se diría que lo más evidente y “original” (los síntomas del asesino y las curiosidades biográficas) enmascara durante apenas unos capítulos una carencia de contenido y finalidad en una novela que se sustenta principalmente en estos alardes “espectaculares” y en un trabajo de documentación que puede dar la impresión de aprender algo con la lectura o que la narración es más ingeniosa de lo que la continua reiteración de escenas similares demuestra. Sin embargo la ausencia de evolución tanto en el protagonista como en sus circunstancias, de hechos destacables o un final contundente que “justifique” la inclusión de síntomas y hechos biográficos, deja una sensación de vacío, de haber consumido un producto con un envoltorio bonito pero escaso contenido.
***T***
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