Rodrigo Muños Avia
Editorial Alfaguara (edición de Punto de Lectura)
233 páginas
Argumento:
Rodrigo, un empresario de mediana edad, recibe la recomendación de su cuñado, psiquiatra, de pasar una consulta para resolver su "fobia a los botones" además de su tendencia a trastocar el orden de los fonemas (parafasia). Ese será el punto de partida de su odisea en consultas de diversos terapeutas, que no le resuelven nada.
Comentario:
Ya la dificultad para hacer el resumen de esta novela informa sobre su trama más bien escasa. Aunque se presenta como "novela de humor", yo la encuadraría más bien en el tema costumbrista, porque el grueso de la narración trascurre en la urbanización donde vive el protagonista (algo del estilo de Wisteria Lane, de las "Mujeres Desesperadas", es decir, un lugar donde la mayor parte de nosotros no pisaremos en la vida; ni tampoco conocemos a nadie que viva en semejantes lujos). Se nos cuentan algunas anécdotas sobre los vecinos y sobre la familia del protagonista (que casualmente, también vive en la urbanización: el padre, la hermana con su esposo...) supuestamente graciosas y divertidas, pero que más bien te dejan fría. Hay un vecino que tiene un perro que se llama "Sexo"; imagínense lo que sucede cuando el perro se pierde y tienen que ir por las calles llamándolo a gritos... Se supone que eso es gracioso, y que el tipo es un obseso sexual... Para que no falte nada, en la urbanización idílica también hay un exhibicionista que aparece en un bosque. Hay sospechas sobre quién pueda ser. Lógicamente, y dado que ya tenemos un obseso sexual, el dedo ya tiene a quién señalar. En este punto, la novela me ha recordado a la película "Juegos Secretos" (Little children) que también transcurre en una colonia de este tipo, y donde, claro está, también hay un maniaco sexual del que la gente recela, y al que algunos acosan.
La inclusión de una cierta (tibia) crítica de costumbres, emanada de esta subtrama del exhibicionista, acentúa la impresión de que el autor estaba más bien perdido en sus intenciones, porque no pega muy bien con la premisa general de la novela (los trastornos que producen los profesionales de la psicología, etc) Por otra parte, esta premisa no está muy bien desarrollada. Es decir, el autor se alarga mucho al principio, hasta que se entrevista con el psiquiatra - cuñado; luego se centra en un psicólogo argentino que tiene miedo a la muerte, y que trata de transferir su obsesión a sus pacientes; pero a partir de ahí, el resto de la "hilarante odisea" se cuenta en elipsis, perdiendo parte de su efecto. No vemos ninguna evolución en el personaje, fuera de lo que él nos cuenta, en un tono coloquial (a veces demasiado), que son cosas muy generales.
Es el tono general de la novela lo que a mi modo de ver falla. El humor por su propia naturaleza debería ser subversivo, irreverente... Pero cuando es tan políticamente correcto como en este libro... deja casi de ser humor. Comparo esta novela con "Lo mejor que le puede pasar a un croisant" de P. Tusset y las diferencias saltan a la vista. En aquella el personaje tenía una gracia, un ingenio sarcástico, una vida diferente, y una forma de ser alejada de lo convencional, lo que hacía que sus reflexiones fueran chocantes y divertidas. Sin embargo, ¿qué gracia puede tener un burgués de familia perfecta, que está todo el rato hablando de su maravillosa familia, heredero de una empresa de éxito y cuyo mayor problema es que le molesta la cortadora de césped de su cuñado y que trabuca las palabras al hablar? No veo el conflicto suficientemente poderoso. El humor es muy blanco, y de poco ingenio, y todo para transmitir que los psiquiatras son los que nos vuelven locos y magnifican nuestros pequeños defectos hasta convertirlos en "problemas". Eso hubiera requerido una trama descabellada del estilo de las novelas de Tom Sharpe, donde no se dejara títere con cabeza, pero no es el caso...
Leer primer capítulo:
CAPITULO 1. El día que exploté
1
Hola. Me llamo Rodrigo. Rodrigo Montalvo Letellier. Antes de ir al psiquiatra yo era una persona feliz. Ahora soy disléxico, obsesivo, depresivo y tengo diemo a la muerte, o sea, miedo. En el psiquiatra he aprendido que la palabra felicidad es una convención que carece de sentido. He aprendido que el hecho de volver a ser feliz algún día no sólo es imposible, sino completamente imposible. Ahora me pregunto más cosas de las que me gustaría: sobre la muerte y sobre la vida.
Vivo en un chalet adosado de la urbanización Parque Conde de Orgaz, cerca de la calle Arturo Soria, en Madrid. Estoy casado. Mi mujer se llama Patricia, pero todos la llamamos Pati. Tengo dos hijos, Marcos y Belén. Marcos tiene diez años y Belén seis. Por las noches, cuando Pati está ya metida en la cama esperándome, y mis hijos llevan más de dos horas durmiendo, me gusta salir al jardín y orinar en algún árbol o parterre. Por lo general, cuando esto ocurre, el gato de mis hijos, que, aparte de ser un animal esquizofrénico, conserva todavía algunos instintos, orina exactamente en el mismo lugar donde yo acabo de hacerlo.
El gato de mis hijos es un gato persa himalayo de un tamaño descomunal, y su principal peculiaridad es que en vez de maullar, ladra. Esto lo digo completamente en serio, aunque nadie me cree nunca. Ese gato, a diario, cuando llego a casa para comer y abro la puerta del garaje con el mando a distancia, me dirige su mirada cruzada desde lo alto de su columna (una de las columnas de ladrillos que delimitan la cancela exterior) y emite unas extrañas ventosidades con la boca, sonidos guturales muy secos y cortos, que si no fuera porque provienen de un gato, nadie dudaría en denominar ladridos.
El gato de mis hijos, o perro, o lo que sea, se llama Arnold, supongo que porque mis hijos pensaron que se parecía a su ídolo Arnold Szenchwaseger... o Schwasnezeger... o Schnegerwasze... bueno, no lo sé; hay nombres imposibles, sobre todo para un disléxico como yo. Arnold tiene el morro aplastado, como si hubiera tenido un choque frontal con otro gato de la misma zarra, y cuando te mira parece que no te está mirando, como si su ojo izquierdo sólo pudiera mirar a su ojo derecho y su ojo derecho sólo pudiera mirar a su ojo izquierdo, y sólo sus dientes, asomando como piedras incrustadas en su morro aplastado, estuvieran atentos a cada uno de tus movimientos.
Arnold me tiene manía. Cuando era sólo un cachorro de unas cuantas semanas se orinó encima de un grabado antiguo que me había regalado mi mujer y yo lo tiré a la piscina (al gato, no al grabado) de donde, sin apenas tocar el agua, salió rebotado hasta el borde, como si el agua y sus patas hubieran hecho un cortocircuito eléctrico. Desde entonces, Arnold me ladra cada vez que llego a casa, porque me considera un intruso indeseable en su territorio, y todas las noches, antes de que yo vuelva a entrar en casa, tiene buen cuidado de orinar allí donde yo lo he hecho, para que, a ser posible, no quede el menor rastro de mi existencia.
Una de mis aficiones favoritas es mi gran maqueta de tren, y una de las aficiones favoritas de Arnold es pasearse por encima de mi maqueta y dar toquecitos con la pata a los árboles y los semáforos y al tren que sale en ese momento de uno de los innumerables lútenes, o sea, túlenes. Ver a Arnold encima de la maqueta es como ver a un oso polar encima de la maqueta. Me saca de quicio, pero he aprendido que es mejor no perder los nervios y dejar que sea él mismo, el oso, quien escoja el momento de desaparecer.
Pati y yo tenemos dos coches, un todoterreno y un utilitario con el cambio automático. Yo sólo utilizo el coche para ir de casa al trabajo y del trabajo a casa. A Pati le pasa lo mismo, pero su caso es más grave, porque ella trabaja a trescientos metros de casa, en el centro comercial Arturo Soria Plaza. Ni a ella ni a mí nos gustan mucho los coches ni les prestamos mucha atención. Yo lo único que le pido a los coches es que funcionen, porque me parece lo normal, y cuando veo que alguno de sus accesorios falla me pongo muy nervioso y pienso en cosas que no me gustan.
Mi madre y mi hermana Nuria me dicen que para qué quiero un coche todoterreno si jamás voy al campo. Mi madre y mi hermana son sensatas por igual. Son como las dos orillas de un río separadas por un cauce arrollador de insensatez, o sea, yo, y también mi padre, que es todavía más insensato que yo. Yo les digo que no voy a ir al campo por el mero hecho de tener un coche todoterreno, sobre todo cuando ir al campo es una cosa que no me gusta nada en absoluto. La razón por la que tengo un coche todoterreno es mucho más sencilla: es el coche, entre todos los que vi, que más me gustó y que más me apetecía tener. Pensé que era un coche fiable, fuerte y seguro. No me gusta la velocidad. Me gusta conducir desde arriba y ver el techo de los demás coches. Yo tomo pastillas para los nervios (esas pastillas que los psiquiatras comenzaron a recetarme para acabar con los nervios que ellos mismos me producían), y prefiero pensar que si me quedo dormido y me estrello contra un muro, el coche va a ser lo suficientemente resistente para salvar mi diva, o sea, mi vida, que es lo que importa. Hay gente a la que le importa más el coche que su propia diva. A mí sólo hay una cosa que me importa más que mi propia vida: la vida de Pati, de Marcos, de Belén, de mis padres, de mi hermana Nuria y de otros cuantos familiares y amigos a los que quiero especialmente.
El único deporte que soporto, hasta el punto incluso de gustarme, es el (creo que se llama así) ice packing. El ice packing es un deporte tan absurdo que me hace gracia. No es muy conocido, al menos aquí en España, pero yo lo veo siempre en el canal Eurosport de la televisión por satélite. El ice packing es una mezcla de petanca y de bolos, pero sobre una superficie de hielo. La verdad es que aunque lo he visto muchas veces todavía no he llegado a entender bien las reglas. El caso es que las participantes arrojan, muy lentamente, una especie de plataforma con asa (como una gran tetera, pero sin pitorro) por la superficie de hielo, con el objetivo, creo, de conseguir que se detenga lo más cerca posible de un punto que hay pintado bajo el hielo. Para ello adoptan una postura muy ridícula parecida a la de los jugadores de bolos pero mucho más agachada, aunque una vez lanzada la tetera, y si ésta va demasiado despacio, la propia lanzadora y las otras dos componentes de su equipo se dedican a frotar el hielo por delante con una especie de escoba pulidora. Es ridículo, ya lo sé, pero tiene algo tan pausado y delicado que me gusta verlo. Es un deporte rarísimo, lleno de teteras y de escobas, y, curiosamente, practicado sólo por mujeres, tengo entendido.
Hace tres años que Pati decidió poner su propio negocio en el centro comercial Arturo Soria Plaza. Se trata de una tienda de marcos que comparte con otras dos socias, sus amigas Myriam y Carolina. Nunca he entendido cómo semejante tienda puede resultar rentable, pero al parecer lo es. Mi mujer trabaja sólo por las mañanas, pero muchas tardes, cuando estamos tranquilamente en casa, yo la oigo hablar por teléfono durante horas. Habla de los tipos de madera, los barnices, los colores, el ancho de los paspartús, los cristales, el pan de oro, el craquelado, el metacrilato, la ligereza del metacrilato, los descuentos, los clientes pesados, los clientes insoportables y los clientes literalmente asesinables. Por cierto, lo de que Pati tenga una tienda de marcos y nuestro hijo se llame Marcos es una coincidencia que sólo nuestro hijo tiene que padecer. Sus amigos le llaman «inglete», o «veinte por veinticinco».
Los monjes budistas, los eremitas, las personas capaces de dedicarse a la vida contemplativa consideran que la máxima pureza y la máxima profundidad se alcanzan con la máxima sencillez. Son personas desprendidas de todo lo material y sólo se necesitan a sí mismas, su interior, para alcanzar una vida plena. Por mi parte me hallo muy lejos de semejantes objetivos. Yo reconozco que necesito rellenar el espacio que me rodea con objetos de toda clase: microondas, agendas electrónicas, barbacoas y rascavidrios. Reconozco que me da pavor el espacio vacío y el tiempo desocupado. El trabajo es un invento magnífico que te rellena cinco de los siete días de la semana. Ocupar los dos días del fin de semana no es tarea fácil. Nada me inquieta más que el síndrome del parado o del jubilado. También me inquieta el síndrome de los muertos, solos en un espacio pequeño, alejados de sus personas y objetos queridos, desprendidos de todo como un budista. Entiendo más a los faraones, acompañados por siempre de sus alhajas, vasijas y enseres queridos.
Los fines de semana solemos pasarlos en casa. Yo tengo mi maqueta de tren y me gusta pasar el tiempo sentado al control de mandos y haciendo girar los trenes. Entre todos mis trenes el AVE es mi favorito, aunque desgraciadamente descarrila siempre que lo llevo a más de 12 voltios. También me entretengo construyendo nuevas casas e instalaciones, aunque como ya no me caben en la maqueta, me dedico a coleccionarlas sobre una estantería.
También nos gusta montar en bicicleta. Marcos, Belén y yo vamos al pinar que está cerca de casa y recorremos los caminos. Marcos protesta de que tengamos que esperar siempre a Belén, pero Belén todavía es muy pequeña y no puede ir más deprisa. Hace un par de meses Marcos y yo hicimos un sprint y nos distanciamos unos doscientos metros de Belén. Mientras la esperábamos y recuperábamos, al menos yo, el resuello, Marcos me preguntó el significado de la palabra «masturbarse». Quise saber dónde había oído esa palabra y me contó que su amigo Julio, paseando por el pinar con sus padres, había visto a un hombre masturbarse. Afortunadamente Belén llegó junto a nosotros antes de que yo pudiera responder a Marcos. Cuando le conté a Pati lo que había pasado, ella lo consideró lógico y normal, pero yo no pude considerar lógico y normal que Marcos me hiciera esa pregunta, ni que el exhibicionista de la urbanización siguiera masturbándose en el bosque, ni que el tiempo hubiera pasado tan deprisa desde que yo le preguntara a mi padre qué significaba «hacerse una paja» y mi padre me respondiera que él tampoco lo sabía y que habría que preguntárselo al médico.
La figura del exhibicionista del pinar es una de las más antiguas de nuestra urbanización, aunque tengo que reconocer que yo nunca lo he visto. A veces pienso que es uno de esos mitos que la gente se inventa, como la mano negra que salía de los retretes en mi colegio, pero lo cierto es que cada tres o cuatro meses se crea un gran escándalo en nuestra urbanización ante una presunta aparición del hombre de la gabardina. Dicen que la gabardina que lleva es de marca —no sé quién tiene tiempo para fijarse— y eso les hace pensar que el exhibicionista es del barrio. Así es la gente de mi urbanización: están convencidos de que sólo ellos en el mundo tienen dinero, o derecho a tenerlo, o derecho a comprar determinadas marcas. También dicen que el exhibicionista es en realidad un espíritu, el espíritu de don Luis Guijarro, empresario extremeño que, por lo visto, murió en el propio pinar en brazos de una prostituta. En fin, no lo sé. Yo, ante la duda, cuando tengo que comprarme una gabardina, procuro comprármela de las baratas, por si acaso.
Mi hijo Marcos tiene la personalidad de los guepardos. Es rápido, fuerte, astuto y competitivo, pero al mismo tiempo es frágil y sensible, necesita el apoyo de sus semejantes y las heridas le hacen más daño que a nadie. Marcos siempre está haciendo cosas (y espero que ningún psicólogo indague nunca en la razón profunda que le lleva a hacerlas): mata moscas, bebe agua, rompe vasos, sube las escaleras, las baja, coge la bici, pega cromos, tiene una idea, tiene dos ideas, tiene tres ideas, empieza una, empieza la otra, empieza las tres.
Belén, al contrario, posee la personalidad de los armadillos. Los armadillos son esos animales que viven en América del Sur y que tienen todo su cuerpo recubierto de un caparazón compuesto por diferentes placas articuladas. Es decir, son como topos, pero recubiertos con una armadura. Son lentos y poco sociables, pero invulnerables. Cuando advierten peligro se enrollan sobre sí mismos y se protegen bajo su caparazón. Tienen unas uñas muy fuertes que les sirven para buscar tubérculos, raíces e insectos con los que alimentarse. En definitiva, son poco espectaculares pero autosuficientes. Como Belén, pendiente sólo de sus cosas y de su mundo, e impermeable a cualquier agresión exterior.
Los documentales que más me gustan son los que comparan aspectos concretos del comportamiento en distintos animales. Por ejemplo: la reproducción de las ballenas, los elefantes, los hipopótamos y las personas. Un día le dije a un psiquiatra que mi hijo era como un guepardo y mi hija como un armadillo y me dijo que se trataba de comportamientos especulares, en espejo, y que cada uno se definía como reacción al otro. No lo sé. A mí ésa me parece una conclusión demasiado fácil. Los psiquiatras siempre tienen que encontrar una teoría que lo explique todo, como si en el mundo no pudieran ocurrir un montón de cosas por casualidad, porque sí. Yo prefiero pensar que Marcos es un guepardo y Belén un armadillo, y que nadie les ha dado la oportunidad de escoger.
De mi constitución física no voy a hablar demasiado. Mido 1,76, un centímetro menos que mi padre, y soy muy delgado, con las piernas y los brazos de alambre, como dice mi madre. Soy moreno, y todos los pelos que tengo los tengo donde deben estar, en la cabeza. Por el contrario apenas tengo vello en el resto del cuerpo. Tengo cejas, y pestañas, por supuesto, y si no me afeito pueden llegar a salirme unos cuantos pelos en la barbilla y en el bigote, pero nada más. Sinceramente creo que soy una persona afortunada en este aspecto. Los pelos que brotan en lugares poco oportunos producen en mí cierta desazón. Un trozo de piel desnudo, sin pelos, es hermoso. Un trozo de piel alfombrado de pelos me da dentera, lo mismo que un trozo de piel de melocotón le da dentera a mi mujer. Hace poco he oído que el pelo de los muertos sigue creciendo durante una temporada. La verdad es que es una cosa muy rara, pero, pensándolo bien, preferiría no hablar mucho de esto. Los muertos.
Los pelos de Arnold son blancos, cortos y lovátiles, y Marcos le hace tragar una vez a la semana una pomada para que no se le hagan bolas de pelos en el estómago. La naturaleza es tan poco sabia que, al parecer, un animal que pasa la mitad de su tiempo lamiéndose el cuerpo puede morir por culpa de la cantidad de pelos que traga. Menos mal que el hombre, que es mucho más sabio que la naturaleza, ha inventado esa pomada disolvente de pelos, una especie de desatascador para gatos. Cuando Arnold ve a Marcos con el tubo de pomada, corre a su encuentro y se le sube encima, porque el sabor de la pomada le gusta tanto que quiere chupar directamente del tubo, tal como hace Belén con el tubo de leche condensada. La leche condensada también debe de tener algo disolvente, porque a mi hija siempre le produce diarrea.
Trabajo en la empresa Germán Montalvo, que es una marca de ascensores bastante conocida y que vende en todo el país. Germán Montalvo es además el nombre de mi padre. Hace más de treinta y cinco años que mi padre creó la empresa y desde entonces su valor no ha hecho más que crecer. Hoy día tenemos más de trescientos empleados y diecisiete delegaciones repartidas por toda España. Antes de fundar su propia empresa, mi padre trabajaba en la multinacional del ascensor Schindler, pero un buen día, él y su amigo Jaime Dávila decidieron llevarse todos los conocimientos adquiridos en Schindler y crearon su propia empresa: Montalvo & Dávila. Siete años más tarde Dávila murió y mi padre compró su parte a la hija y los viudos, o sea, la viuda y los hijos. Entonces cambió el nombre de la empresa, porque ya era completamente suya.
Yo he trabajado en Germán Montalvo desde los veinticinco años. Empecé desde abajo: mi padre, como buen hombre de empresa, no quiso ponerme las cosas fáciles. Hoy ocupo un despacho casi tan grande como el de mi padre y pegado al suyo. Mi padre tiene ya setenta y cuatro años y aunque viene todos los días a la fábrica, la única misión que le queda es la de despachar un rato conmigo. Es lo que yo llamo «transmisión de poderes», un antiguo ritual basado en la idea de que, por el momento, él puede morir y yo no. Esta idea no está del todo justificada y a veces pienso que, al igual que hacen el Rey y el Príncipe de España, mi padre y yo deberíamos viajar siempre en coches separados, y de esta forma evitar que los dos muramos en el mismo accidente y todo aquello que sólo nosotros sabemos sobre la empresa se pierda irremediablemente.
Nuestra fábrica está en un polígono industrial de Coslada, cerca de la carretera de Barcelona. Hace tres años, inauguramos unas oficinas nuevas en el parque empresarial del Campo de las Naciones, junto a la M-40, más cerca todavía de casa, pero mi padre y yo seguimos conservando nuestro despacho en la fábrica, porque ése nos parece el auténtico centro neurálgico de la empresa, el lugar donde se hacen materialmente los ascensores, el lugar donde uno asiste diariamente al prodigio de la técnica y del trabajo en equipo. Esto no lo digo yo, lo dice mi padre, pero yo tengo que estar de acuerdo. Nosotros vendemos elevadores eléctricos e hidráulicos, montacargas y montacoches, plataformas elevadoras, puertas de garaje, escaleras mecánicas, elevadores panorámicos, salvaescaleras y montaplatos. Además de vender, tenemos nuestro propio servicio de instalación y reparación. Hoy en día mi trabajo consiste básicamente en supervisar. Es estupendo supervisar cuando no tienes a nadie que te supervisa. Aunque en realidad mi trabajo consiste en ser dueño, y eso no es tan fácil, porque ser dueño significa que puedes hacer lo que te da la gana pero que en realidad nunca lo haces. Yo faltaba más días al trabajo cuando empecé como ayudante de montaje que ahora que soy dueño. Tener libertad para hacer lo que te da la gana es una responsabilidad demasiado grande, y puede llegar a angustiarte bastante.
Mi padre es una persona un tanto especial y no me resulta muy fácil describirla. La gente dice que yo tengo un carácter parecido al suyo. Quien más me lo dice es mi madre, pero en su caso sólo ocurre cuando está enfadada conmigo y no encuentra un insulto peor que decirme: eres igualito que tu padre. No lo sé. Puede que yo tenga algo de la personalidad disparatada de mi padre, pero sinceramente creo que entre ambos todavía hay un abismo, entre otras cosas porque yo no tengo setenta y cuatro años y no he alcanzado todavía ese grado de senilidad necesaria para que la opinión de los demás te importe exactamente lo mismo que te importa un rábano. Últimamente mi padre ha decidido gastar la mayor parte de su tiempo en darse baños de sol y en acechar a su asistenta nueva en la cocina. Esto puede que lo haya hecho antes con otras asistentas, pero es que ahora no lo disimula ni lo más mínimo.
Nuestro chalet adosado sólo está adosado por un lado, el izquierdo según se entra, donde está el chalet de Nuria, mi hermana, que a su vez está adosado por el otro lado a la casa de mis padres. Esto no quiere decir que en mi familia estemos tan locos y nos queramos tanto que nos hayamos comprado tres chalets contiguos. Lo que quiere decir es que la casa de mis padres era muy grande y decidieron dividirla en tres para que, después de casarnos, pudiéramos vivir cerca de ellos, nosotros y nuestros hijos.
Ni en mi casa ni en la de Nuria hay ascensor, pero en la de mi padre sí. Lo ha habido toda la vida: un ascensor que recorre cuatro plantas, desde el garaje hasta el estudio abuhardillado del tejado, y cuya única función ha sido siempre la de servirnos a nosotros, Nuria y yo, y ahora también a Marcos y Belén, de excelente entretenimiento para pasar la tarde. Lo primero que hacen mis hijos cuando llegan a casa de mis padres es montarse en el ascensor y subir y bajar de un piso a otro y echar carreras a ver si son capaces de bajar más rápido por las escaleras. Mis padres, que no entienden que nosotros no hayamos puesto un ascensor en casa, y que siempre lo defienden como instrumento de primerísima necesidad, no lo utilizan nunca, porque curiosamente dicen que a su edad es bueno trabajar las piernas y subir las escaleras andando. Yo creo que en realidad les da miedo quedarse encerrados dentro, lo que pasa es que eso no se atreven a decirlo.
La ciudad favorita de mi padre es Nueva York. Creo que no hace falta que explique las razones por las que, aunque él las niegue, este fabricante de ascensores adora la ciudad de los rascacielos. Podéis imaginarlo en su paraíso particular, subido en cada uno de los ascensores de la ciudad, pulsando él mismo los botones de los pisos, observando el diseño futurista de las cabinas, disfrutando de unas velocidades para las que sus arcaicas concepciones del ascensorismo no están preparadas. Sinceramente creo que lo que más valora mi padre de los ascensores de Nueva York no es que sean muy rápidos o muy modernos: lo que más valora es que son muchos, muchísimos, tantos que ni cien empresas como la suya podrían dar servicio a semejante volumen de clientes.
Mi hermana Nuria es dos años más pequeña que yo y seguramente por no seguir el pésimo ejemplo que yo fui para ella, ha sido siempre muy buena estudiante. Todo el mundo dice que se parece mucho a mi madre. Las dos son muy delgadas, las dos son altas, las dos se tiñen el pelo de rubio y las dos han votado siempre a la derecha. La diferencia fundamental entre ellas es que Nuria es española y mi madre es francesa, y aunque lleve más de cuarenta años en España sigue considerando un error que las «erres» no se pronuncien como las «ges», y que las «uves» no se pronuncien como las «efes». Mi padre dice que en Francia mi madre nunca habría podido presumir de ser francesa, y que por eso se vino a España. Mi padre se mete mucho con mi madre pero no sabe vivir sin ella. Mi madre se mete mucho con mi padre, pero en realidad se ha desvivido siempre por él, y ha hecho todo por su felicidad.
Nuria es notario, o notaria, y está casada con Ernesto, que además de ser psiquiatra, siega el césped dos días a la semana, y camina durante una hora todos los días antes de cenar, y los fines de semana practica el bricolaje, y dice que, por mucho que yo me empeñe en lo contrario, ninguna de estas actividades está relacionada en su caso con el miedo a la muerte. A diferencia de mi madre, Nuria no se desvive demasiado por su marido. Es Ernesto quien se desvive por ella, entre otras cosas porque Nuria le saca una cabeza. Ernesto y Nuria no tienen hijos. Las razones las desconozco.
Lo único que tenemos en común Ernesto y yo es que los dos odiamos al gato Arnold, pero por aquello de que el gato es de mis hijos yo tiendo a protegerle y a veces hasta me ofendo cuando Ernesto se mete con él y protesta de que se haya comido sus claveles chinos. Cuando Ernesto poda la parte de su seto lindante con nuestro jardín, Arnold se sube al cerezo y le observa, y si a Ernesto se le ocurre corresponderle la mirada, entonces Arnold empieza a ladrarle, con ese estilo tan característico y tan único de Arnold, y que en estas ocasiones tanta gracia me produce.
Bien. No sé si he conseguido presentarme correctamente, pero al menos lo he intentado. Una parte de lo que yo soy me la debo a mí mismo; otra a mis padres y a mi hermana Nuria; otra a Pati y mis hijos, y otra a las cosas del mundo: la puerta del garaje contra la que me abrí la cabeza a los seis años, el tobogán desde el que resbalé a los ocho, o el borde de la piscina contra el que me partí la nariz a los trece. Ya está.
Por las noches me gusta por encima de cualquier otro el momento de meterme en la cama y cubrirme con la funda nórdica. Desde la paz y el calor de nuestra habitación oigo pasar el coche de la empresa de vigilancia que patrulla la urbanización toda la noche. Cada media hora aproximadamente, se acerca hasta nuestra habitación el sonido de ese Ford Fiesta cascado, parecido al de un taxi, y que antes de que te des cuenta ya está alejándose de nuevo, entre una interminable colección de chalets parecidos al nuestro. El sonido del coche de vigilancia es como una música arrulladora que nos permite dormir y que salvaguarda la paz de nuestras conciencias. Los esporádicos ladridos de Arnold, peleándose con otros gatos, nos recuerdan que en algo somos distintos de nuestros vecinos.
Editorial Alfaguara (edición de Punto de Lectura)
233 páginas
Argumento:
Rodrigo, un empresario de mediana edad, recibe la recomendación de su cuñado, psiquiatra, de pasar una consulta para resolver su "fobia a los botones" además de su tendencia a trastocar el orden de los fonemas (parafasia). Ese será el punto de partida de su odisea en consultas de diversos terapeutas, que no le resuelven nada.
Comentario:
Ya la dificultad para hacer el resumen de esta novela informa sobre su trama más bien escasa. Aunque se presenta como "novela de humor", yo la encuadraría más bien en el tema costumbrista, porque el grueso de la narración trascurre en la urbanización donde vive el protagonista (algo del estilo de Wisteria Lane, de las "Mujeres Desesperadas", es decir, un lugar donde la mayor parte de nosotros no pisaremos en la vida; ni tampoco conocemos a nadie que viva en semejantes lujos). Se nos cuentan algunas anécdotas sobre los vecinos y sobre la familia del protagonista (que casualmente, también vive en la urbanización: el padre, la hermana con su esposo...) supuestamente graciosas y divertidas, pero que más bien te dejan fría. Hay un vecino que tiene un perro que se llama "Sexo"; imagínense lo que sucede cuando el perro se pierde y tienen que ir por las calles llamándolo a gritos... Se supone que eso es gracioso, y que el tipo es un obseso sexual... Para que no falte nada, en la urbanización idílica también hay un exhibicionista que aparece en un bosque. Hay sospechas sobre quién pueda ser. Lógicamente, y dado que ya tenemos un obseso sexual, el dedo ya tiene a quién señalar. En este punto, la novela me ha recordado a la película "Juegos Secretos" (Little children) que también transcurre en una colonia de este tipo, y donde, claro está, también hay un maniaco sexual del que la gente recela, y al que algunos acosan.
La inclusión de una cierta (tibia) crítica de costumbres, emanada de esta subtrama del exhibicionista, acentúa la impresión de que el autor estaba más bien perdido en sus intenciones, porque no pega muy bien con la premisa general de la novela (los trastornos que producen los profesionales de la psicología, etc) Por otra parte, esta premisa no está muy bien desarrollada. Es decir, el autor se alarga mucho al principio, hasta que se entrevista con el psiquiatra - cuñado; luego se centra en un psicólogo argentino que tiene miedo a la muerte, y que trata de transferir su obsesión a sus pacientes; pero a partir de ahí, el resto de la "hilarante odisea" se cuenta en elipsis, perdiendo parte de su efecto. No vemos ninguna evolución en el personaje, fuera de lo que él nos cuenta, en un tono coloquial (a veces demasiado), que son cosas muy generales.
Es el tono general de la novela lo que a mi modo de ver falla. El humor por su propia naturaleza debería ser subversivo, irreverente... Pero cuando es tan políticamente correcto como en este libro... deja casi de ser humor. Comparo esta novela con "Lo mejor que le puede pasar a un croisant" de P. Tusset y las diferencias saltan a la vista. En aquella el personaje tenía una gracia, un ingenio sarcástico, una vida diferente, y una forma de ser alejada de lo convencional, lo que hacía que sus reflexiones fueran chocantes y divertidas. Sin embargo, ¿qué gracia puede tener un burgués de familia perfecta, que está todo el rato hablando de su maravillosa familia, heredero de una empresa de éxito y cuyo mayor problema es que le molesta la cortadora de césped de su cuñado y que trabuca las palabras al hablar? No veo el conflicto suficientemente poderoso. El humor es muy blanco, y de poco ingenio, y todo para transmitir que los psiquiatras son los que nos vuelven locos y magnifican nuestros pequeños defectos hasta convertirlos en "problemas". Eso hubiera requerido una trama descabellada del estilo de las novelas de Tom Sharpe, donde no se dejara títere con cabeza, pero no es el caso...
Leer primer capítulo:
CAPITULO 1. El día que exploté
1
Hola. Me llamo Rodrigo. Rodrigo Montalvo Letellier. Antes de ir al psiquiatra yo era una persona feliz. Ahora soy disléxico, obsesivo, depresivo y tengo diemo a la muerte, o sea, miedo. En el psiquiatra he aprendido que la palabra felicidad es una convención que carece de sentido. He aprendido que el hecho de volver a ser feliz algún día no sólo es imposible, sino completamente imposible. Ahora me pregunto más cosas de las que me gustaría: sobre la muerte y sobre la vida.
Vivo en un chalet adosado de la urbanización Parque Conde de Orgaz, cerca de la calle Arturo Soria, en Madrid. Estoy casado. Mi mujer se llama Patricia, pero todos la llamamos Pati. Tengo dos hijos, Marcos y Belén. Marcos tiene diez años y Belén seis. Por las noches, cuando Pati está ya metida en la cama esperándome, y mis hijos llevan más de dos horas durmiendo, me gusta salir al jardín y orinar en algún árbol o parterre. Por lo general, cuando esto ocurre, el gato de mis hijos, que, aparte de ser un animal esquizofrénico, conserva todavía algunos instintos, orina exactamente en el mismo lugar donde yo acabo de hacerlo.
El gato de mis hijos es un gato persa himalayo de un tamaño descomunal, y su principal peculiaridad es que en vez de maullar, ladra. Esto lo digo completamente en serio, aunque nadie me cree nunca. Ese gato, a diario, cuando llego a casa para comer y abro la puerta del garaje con el mando a distancia, me dirige su mirada cruzada desde lo alto de su columna (una de las columnas de ladrillos que delimitan la cancela exterior) y emite unas extrañas ventosidades con la boca, sonidos guturales muy secos y cortos, que si no fuera porque provienen de un gato, nadie dudaría en denominar ladridos.
El gato de mis hijos, o perro, o lo que sea, se llama Arnold, supongo que porque mis hijos pensaron que se parecía a su ídolo Arnold Szenchwaseger... o Schwasnezeger... o Schnegerwasze... bueno, no lo sé; hay nombres imposibles, sobre todo para un disléxico como yo. Arnold tiene el morro aplastado, como si hubiera tenido un choque frontal con otro gato de la misma zarra, y cuando te mira parece que no te está mirando, como si su ojo izquierdo sólo pudiera mirar a su ojo derecho y su ojo derecho sólo pudiera mirar a su ojo izquierdo, y sólo sus dientes, asomando como piedras incrustadas en su morro aplastado, estuvieran atentos a cada uno de tus movimientos.
Arnold me tiene manía. Cuando era sólo un cachorro de unas cuantas semanas se orinó encima de un grabado antiguo que me había regalado mi mujer y yo lo tiré a la piscina (al gato, no al grabado) de donde, sin apenas tocar el agua, salió rebotado hasta el borde, como si el agua y sus patas hubieran hecho un cortocircuito eléctrico. Desde entonces, Arnold me ladra cada vez que llego a casa, porque me considera un intruso indeseable en su territorio, y todas las noches, antes de que yo vuelva a entrar en casa, tiene buen cuidado de orinar allí donde yo lo he hecho, para que, a ser posible, no quede el menor rastro de mi existencia.
Una de mis aficiones favoritas es mi gran maqueta de tren, y una de las aficiones favoritas de Arnold es pasearse por encima de mi maqueta y dar toquecitos con la pata a los árboles y los semáforos y al tren que sale en ese momento de uno de los innumerables lútenes, o sea, túlenes. Ver a Arnold encima de la maqueta es como ver a un oso polar encima de la maqueta. Me saca de quicio, pero he aprendido que es mejor no perder los nervios y dejar que sea él mismo, el oso, quien escoja el momento de desaparecer.
Pati y yo tenemos dos coches, un todoterreno y un utilitario con el cambio automático. Yo sólo utilizo el coche para ir de casa al trabajo y del trabajo a casa. A Pati le pasa lo mismo, pero su caso es más grave, porque ella trabaja a trescientos metros de casa, en el centro comercial Arturo Soria Plaza. Ni a ella ni a mí nos gustan mucho los coches ni les prestamos mucha atención. Yo lo único que le pido a los coches es que funcionen, porque me parece lo normal, y cuando veo que alguno de sus accesorios falla me pongo muy nervioso y pienso en cosas que no me gustan.
Mi madre y mi hermana Nuria me dicen que para qué quiero un coche todoterreno si jamás voy al campo. Mi madre y mi hermana son sensatas por igual. Son como las dos orillas de un río separadas por un cauce arrollador de insensatez, o sea, yo, y también mi padre, que es todavía más insensato que yo. Yo les digo que no voy a ir al campo por el mero hecho de tener un coche todoterreno, sobre todo cuando ir al campo es una cosa que no me gusta nada en absoluto. La razón por la que tengo un coche todoterreno es mucho más sencilla: es el coche, entre todos los que vi, que más me gustó y que más me apetecía tener. Pensé que era un coche fiable, fuerte y seguro. No me gusta la velocidad. Me gusta conducir desde arriba y ver el techo de los demás coches. Yo tomo pastillas para los nervios (esas pastillas que los psiquiatras comenzaron a recetarme para acabar con los nervios que ellos mismos me producían), y prefiero pensar que si me quedo dormido y me estrello contra un muro, el coche va a ser lo suficientemente resistente para salvar mi diva, o sea, mi vida, que es lo que importa. Hay gente a la que le importa más el coche que su propia diva. A mí sólo hay una cosa que me importa más que mi propia vida: la vida de Pati, de Marcos, de Belén, de mis padres, de mi hermana Nuria y de otros cuantos familiares y amigos a los que quiero especialmente.
El único deporte que soporto, hasta el punto incluso de gustarme, es el (creo que se llama así) ice packing. El ice packing es un deporte tan absurdo que me hace gracia. No es muy conocido, al menos aquí en España, pero yo lo veo siempre en el canal Eurosport de la televisión por satélite. El ice packing es una mezcla de petanca y de bolos, pero sobre una superficie de hielo. La verdad es que aunque lo he visto muchas veces todavía no he llegado a entender bien las reglas. El caso es que las participantes arrojan, muy lentamente, una especie de plataforma con asa (como una gran tetera, pero sin pitorro) por la superficie de hielo, con el objetivo, creo, de conseguir que se detenga lo más cerca posible de un punto que hay pintado bajo el hielo. Para ello adoptan una postura muy ridícula parecida a la de los jugadores de bolos pero mucho más agachada, aunque una vez lanzada la tetera, y si ésta va demasiado despacio, la propia lanzadora y las otras dos componentes de su equipo se dedican a frotar el hielo por delante con una especie de escoba pulidora. Es ridículo, ya lo sé, pero tiene algo tan pausado y delicado que me gusta verlo. Es un deporte rarísimo, lleno de teteras y de escobas, y, curiosamente, practicado sólo por mujeres, tengo entendido.
Hace tres años que Pati decidió poner su propio negocio en el centro comercial Arturo Soria Plaza. Se trata de una tienda de marcos que comparte con otras dos socias, sus amigas Myriam y Carolina. Nunca he entendido cómo semejante tienda puede resultar rentable, pero al parecer lo es. Mi mujer trabaja sólo por las mañanas, pero muchas tardes, cuando estamos tranquilamente en casa, yo la oigo hablar por teléfono durante horas. Habla de los tipos de madera, los barnices, los colores, el ancho de los paspartús, los cristales, el pan de oro, el craquelado, el metacrilato, la ligereza del metacrilato, los descuentos, los clientes pesados, los clientes insoportables y los clientes literalmente asesinables. Por cierto, lo de que Pati tenga una tienda de marcos y nuestro hijo se llame Marcos es una coincidencia que sólo nuestro hijo tiene que padecer. Sus amigos le llaman «inglete», o «veinte por veinticinco».
Los monjes budistas, los eremitas, las personas capaces de dedicarse a la vida contemplativa consideran que la máxima pureza y la máxima profundidad se alcanzan con la máxima sencillez. Son personas desprendidas de todo lo material y sólo se necesitan a sí mismas, su interior, para alcanzar una vida plena. Por mi parte me hallo muy lejos de semejantes objetivos. Yo reconozco que necesito rellenar el espacio que me rodea con objetos de toda clase: microondas, agendas electrónicas, barbacoas y rascavidrios. Reconozco que me da pavor el espacio vacío y el tiempo desocupado. El trabajo es un invento magnífico que te rellena cinco de los siete días de la semana. Ocupar los dos días del fin de semana no es tarea fácil. Nada me inquieta más que el síndrome del parado o del jubilado. También me inquieta el síndrome de los muertos, solos en un espacio pequeño, alejados de sus personas y objetos queridos, desprendidos de todo como un budista. Entiendo más a los faraones, acompañados por siempre de sus alhajas, vasijas y enseres queridos.
Los fines de semana solemos pasarlos en casa. Yo tengo mi maqueta de tren y me gusta pasar el tiempo sentado al control de mandos y haciendo girar los trenes. Entre todos mis trenes el AVE es mi favorito, aunque desgraciadamente descarrila siempre que lo llevo a más de 12 voltios. También me entretengo construyendo nuevas casas e instalaciones, aunque como ya no me caben en la maqueta, me dedico a coleccionarlas sobre una estantería.
También nos gusta montar en bicicleta. Marcos, Belén y yo vamos al pinar que está cerca de casa y recorremos los caminos. Marcos protesta de que tengamos que esperar siempre a Belén, pero Belén todavía es muy pequeña y no puede ir más deprisa. Hace un par de meses Marcos y yo hicimos un sprint y nos distanciamos unos doscientos metros de Belén. Mientras la esperábamos y recuperábamos, al menos yo, el resuello, Marcos me preguntó el significado de la palabra «masturbarse». Quise saber dónde había oído esa palabra y me contó que su amigo Julio, paseando por el pinar con sus padres, había visto a un hombre masturbarse. Afortunadamente Belén llegó junto a nosotros antes de que yo pudiera responder a Marcos. Cuando le conté a Pati lo que había pasado, ella lo consideró lógico y normal, pero yo no pude considerar lógico y normal que Marcos me hiciera esa pregunta, ni que el exhibicionista de la urbanización siguiera masturbándose en el bosque, ni que el tiempo hubiera pasado tan deprisa desde que yo le preguntara a mi padre qué significaba «hacerse una paja» y mi padre me respondiera que él tampoco lo sabía y que habría que preguntárselo al médico.
La figura del exhibicionista del pinar es una de las más antiguas de nuestra urbanización, aunque tengo que reconocer que yo nunca lo he visto. A veces pienso que es uno de esos mitos que la gente se inventa, como la mano negra que salía de los retretes en mi colegio, pero lo cierto es que cada tres o cuatro meses se crea un gran escándalo en nuestra urbanización ante una presunta aparición del hombre de la gabardina. Dicen que la gabardina que lleva es de marca —no sé quién tiene tiempo para fijarse— y eso les hace pensar que el exhibicionista es del barrio. Así es la gente de mi urbanización: están convencidos de que sólo ellos en el mundo tienen dinero, o derecho a tenerlo, o derecho a comprar determinadas marcas. También dicen que el exhibicionista es en realidad un espíritu, el espíritu de don Luis Guijarro, empresario extremeño que, por lo visto, murió en el propio pinar en brazos de una prostituta. En fin, no lo sé. Yo, ante la duda, cuando tengo que comprarme una gabardina, procuro comprármela de las baratas, por si acaso.
Mi hijo Marcos tiene la personalidad de los guepardos. Es rápido, fuerte, astuto y competitivo, pero al mismo tiempo es frágil y sensible, necesita el apoyo de sus semejantes y las heridas le hacen más daño que a nadie. Marcos siempre está haciendo cosas (y espero que ningún psicólogo indague nunca en la razón profunda que le lleva a hacerlas): mata moscas, bebe agua, rompe vasos, sube las escaleras, las baja, coge la bici, pega cromos, tiene una idea, tiene dos ideas, tiene tres ideas, empieza una, empieza la otra, empieza las tres.
Belén, al contrario, posee la personalidad de los armadillos. Los armadillos son esos animales que viven en América del Sur y que tienen todo su cuerpo recubierto de un caparazón compuesto por diferentes placas articuladas. Es decir, son como topos, pero recubiertos con una armadura. Son lentos y poco sociables, pero invulnerables. Cuando advierten peligro se enrollan sobre sí mismos y se protegen bajo su caparazón. Tienen unas uñas muy fuertes que les sirven para buscar tubérculos, raíces e insectos con los que alimentarse. En definitiva, son poco espectaculares pero autosuficientes. Como Belén, pendiente sólo de sus cosas y de su mundo, e impermeable a cualquier agresión exterior.
Los documentales que más me gustan son los que comparan aspectos concretos del comportamiento en distintos animales. Por ejemplo: la reproducción de las ballenas, los elefantes, los hipopótamos y las personas. Un día le dije a un psiquiatra que mi hijo era como un guepardo y mi hija como un armadillo y me dijo que se trataba de comportamientos especulares, en espejo, y que cada uno se definía como reacción al otro. No lo sé. A mí ésa me parece una conclusión demasiado fácil. Los psiquiatras siempre tienen que encontrar una teoría que lo explique todo, como si en el mundo no pudieran ocurrir un montón de cosas por casualidad, porque sí. Yo prefiero pensar que Marcos es un guepardo y Belén un armadillo, y que nadie les ha dado la oportunidad de escoger.
De mi constitución física no voy a hablar demasiado. Mido 1,76, un centímetro menos que mi padre, y soy muy delgado, con las piernas y los brazos de alambre, como dice mi madre. Soy moreno, y todos los pelos que tengo los tengo donde deben estar, en la cabeza. Por el contrario apenas tengo vello en el resto del cuerpo. Tengo cejas, y pestañas, por supuesto, y si no me afeito pueden llegar a salirme unos cuantos pelos en la barbilla y en el bigote, pero nada más. Sinceramente creo que soy una persona afortunada en este aspecto. Los pelos que brotan en lugares poco oportunos producen en mí cierta desazón. Un trozo de piel desnudo, sin pelos, es hermoso. Un trozo de piel alfombrado de pelos me da dentera, lo mismo que un trozo de piel de melocotón le da dentera a mi mujer. Hace poco he oído que el pelo de los muertos sigue creciendo durante una temporada. La verdad es que es una cosa muy rara, pero, pensándolo bien, preferiría no hablar mucho de esto. Los muertos.
Los pelos de Arnold son blancos, cortos y lovátiles, y Marcos le hace tragar una vez a la semana una pomada para que no se le hagan bolas de pelos en el estómago. La naturaleza es tan poco sabia que, al parecer, un animal que pasa la mitad de su tiempo lamiéndose el cuerpo puede morir por culpa de la cantidad de pelos que traga. Menos mal que el hombre, que es mucho más sabio que la naturaleza, ha inventado esa pomada disolvente de pelos, una especie de desatascador para gatos. Cuando Arnold ve a Marcos con el tubo de pomada, corre a su encuentro y se le sube encima, porque el sabor de la pomada le gusta tanto que quiere chupar directamente del tubo, tal como hace Belén con el tubo de leche condensada. La leche condensada también debe de tener algo disolvente, porque a mi hija siempre le produce diarrea.
Trabajo en la empresa Germán Montalvo, que es una marca de ascensores bastante conocida y que vende en todo el país. Germán Montalvo es además el nombre de mi padre. Hace más de treinta y cinco años que mi padre creó la empresa y desde entonces su valor no ha hecho más que crecer. Hoy día tenemos más de trescientos empleados y diecisiete delegaciones repartidas por toda España. Antes de fundar su propia empresa, mi padre trabajaba en la multinacional del ascensor Schindler, pero un buen día, él y su amigo Jaime Dávila decidieron llevarse todos los conocimientos adquiridos en Schindler y crearon su propia empresa: Montalvo & Dávila. Siete años más tarde Dávila murió y mi padre compró su parte a la hija y los viudos, o sea, la viuda y los hijos. Entonces cambió el nombre de la empresa, porque ya era completamente suya.
Yo he trabajado en Germán Montalvo desde los veinticinco años. Empecé desde abajo: mi padre, como buen hombre de empresa, no quiso ponerme las cosas fáciles. Hoy ocupo un despacho casi tan grande como el de mi padre y pegado al suyo. Mi padre tiene ya setenta y cuatro años y aunque viene todos los días a la fábrica, la única misión que le queda es la de despachar un rato conmigo. Es lo que yo llamo «transmisión de poderes», un antiguo ritual basado en la idea de que, por el momento, él puede morir y yo no. Esta idea no está del todo justificada y a veces pienso que, al igual que hacen el Rey y el Príncipe de España, mi padre y yo deberíamos viajar siempre en coches separados, y de esta forma evitar que los dos muramos en el mismo accidente y todo aquello que sólo nosotros sabemos sobre la empresa se pierda irremediablemente.
Nuestra fábrica está en un polígono industrial de Coslada, cerca de la carretera de Barcelona. Hace tres años, inauguramos unas oficinas nuevas en el parque empresarial del Campo de las Naciones, junto a la M-40, más cerca todavía de casa, pero mi padre y yo seguimos conservando nuestro despacho en la fábrica, porque ése nos parece el auténtico centro neurálgico de la empresa, el lugar donde se hacen materialmente los ascensores, el lugar donde uno asiste diariamente al prodigio de la técnica y del trabajo en equipo. Esto no lo digo yo, lo dice mi padre, pero yo tengo que estar de acuerdo. Nosotros vendemos elevadores eléctricos e hidráulicos, montacargas y montacoches, plataformas elevadoras, puertas de garaje, escaleras mecánicas, elevadores panorámicos, salvaescaleras y montaplatos. Además de vender, tenemos nuestro propio servicio de instalación y reparación. Hoy en día mi trabajo consiste básicamente en supervisar. Es estupendo supervisar cuando no tienes a nadie que te supervisa. Aunque en realidad mi trabajo consiste en ser dueño, y eso no es tan fácil, porque ser dueño significa que puedes hacer lo que te da la gana pero que en realidad nunca lo haces. Yo faltaba más días al trabajo cuando empecé como ayudante de montaje que ahora que soy dueño. Tener libertad para hacer lo que te da la gana es una responsabilidad demasiado grande, y puede llegar a angustiarte bastante.
Mi padre es una persona un tanto especial y no me resulta muy fácil describirla. La gente dice que yo tengo un carácter parecido al suyo. Quien más me lo dice es mi madre, pero en su caso sólo ocurre cuando está enfadada conmigo y no encuentra un insulto peor que decirme: eres igualito que tu padre. No lo sé. Puede que yo tenga algo de la personalidad disparatada de mi padre, pero sinceramente creo que entre ambos todavía hay un abismo, entre otras cosas porque yo no tengo setenta y cuatro años y no he alcanzado todavía ese grado de senilidad necesaria para que la opinión de los demás te importe exactamente lo mismo que te importa un rábano. Últimamente mi padre ha decidido gastar la mayor parte de su tiempo en darse baños de sol y en acechar a su asistenta nueva en la cocina. Esto puede que lo haya hecho antes con otras asistentas, pero es que ahora no lo disimula ni lo más mínimo.
Nuestro chalet adosado sólo está adosado por un lado, el izquierdo según se entra, donde está el chalet de Nuria, mi hermana, que a su vez está adosado por el otro lado a la casa de mis padres. Esto no quiere decir que en mi familia estemos tan locos y nos queramos tanto que nos hayamos comprado tres chalets contiguos. Lo que quiere decir es que la casa de mis padres era muy grande y decidieron dividirla en tres para que, después de casarnos, pudiéramos vivir cerca de ellos, nosotros y nuestros hijos.
Ni en mi casa ni en la de Nuria hay ascensor, pero en la de mi padre sí. Lo ha habido toda la vida: un ascensor que recorre cuatro plantas, desde el garaje hasta el estudio abuhardillado del tejado, y cuya única función ha sido siempre la de servirnos a nosotros, Nuria y yo, y ahora también a Marcos y Belén, de excelente entretenimiento para pasar la tarde. Lo primero que hacen mis hijos cuando llegan a casa de mis padres es montarse en el ascensor y subir y bajar de un piso a otro y echar carreras a ver si son capaces de bajar más rápido por las escaleras. Mis padres, que no entienden que nosotros no hayamos puesto un ascensor en casa, y que siempre lo defienden como instrumento de primerísima necesidad, no lo utilizan nunca, porque curiosamente dicen que a su edad es bueno trabajar las piernas y subir las escaleras andando. Yo creo que en realidad les da miedo quedarse encerrados dentro, lo que pasa es que eso no se atreven a decirlo.
La ciudad favorita de mi padre es Nueva York. Creo que no hace falta que explique las razones por las que, aunque él las niegue, este fabricante de ascensores adora la ciudad de los rascacielos. Podéis imaginarlo en su paraíso particular, subido en cada uno de los ascensores de la ciudad, pulsando él mismo los botones de los pisos, observando el diseño futurista de las cabinas, disfrutando de unas velocidades para las que sus arcaicas concepciones del ascensorismo no están preparadas. Sinceramente creo que lo que más valora mi padre de los ascensores de Nueva York no es que sean muy rápidos o muy modernos: lo que más valora es que son muchos, muchísimos, tantos que ni cien empresas como la suya podrían dar servicio a semejante volumen de clientes.
Mi hermana Nuria es dos años más pequeña que yo y seguramente por no seguir el pésimo ejemplo que yo fui para ella, ha sido siempre muy buena estudiante. Todo el mundo dice que se parece mucho a mi madre. Las dos son muy delgadas, las dos son altas, las dos se tiñen el pelo de rubio y las dos han votado siempre a la derecha. La diferencia fundamental entre ellas es que Nuria es española y mi madre es francesa, y aunque lleve más de cuarenta años en España sigue considerando un error que las «erres» no se pronuncien como las «ges», y que las «uves» no se pronuncien como las «efes». Mi padre dice que en Francia mi madre nunca habría podido presumir de ser francesa, y que por eso se vino a España. Mi padre se mete mucho con mi madre pero no sabe vivir sin ella. Mi madre se mete mucho con mi padre, pero en realidad se ha desvivido siempre por él, y ha hecho todo por su felicidad.
Nuria es notario, o notaria, y está casada con Ernesto, que además de ser psiquiatra, siega el césped dos días a la semana, y camina durante una hora todos los días antes de cenar, y los fines de semana practica el bricolaje, y dice que, por mucho que yo me empeñe en lo contrario, ninguna de estas actividades está relacionada en su caso con el miedo a la muerte. A diferencia de mi madre, Nuria no se desvive demasiado por su marido. Es Ernesto quien se desvive por ella, entre otras cosas porque Nuria le saca una cabeza. Ernesto y Nuria no tienen hijos. Las razones las desconozco.
Lo único que tenemos en común Ernesto y yo es que los dos odiamos al gato Arnold, pero por aquello de que el gato es de mis hijos yo tiendo a protegerle y a veces hasta me ofendo cuando Ernesto se mete con él y protesta de que se haya comido sus claveles chinos. Cuando Ernesto poda la parte de su seto lindante con nuestro jardín, Arnold se sube al cerezo y le observa, y si a Ernesto se le ocurre corresponderle la mirada, entonces Arnold empieza a ladrarle, con ese estilo tan característico y tan único de Arnold, y que en estas ocasiones tanta gracia me produce.
Bien. No sé si he conseguido presentarme correctamente, pero al menos lo he intentado. Una parte de lo que yo soy me la debo a mí mismo; otra a mis padres y a mi hermana Nuria; otra a Pati y mis hijos, y otra a las cosas del mundo: la puerta del garaje contra la que me abrí la cabeza a los seis años, el tobogán desde el que resbalé a los ocho, o el borde de la piscina contra el que me partí la nariz a los trece. Ya está.
Por las noches me gusta por encima de cualquier otro el momento de meterme en la cama y cubrirme con la funda nórdica. Desde la paz y el calor de nuestra habitación oigo pasar el coche de la empresa de vigilancia que patrulla la urbanización toda la noche. Cada media hora aproximadamente, se acerca hasta nuestra habitación el sonido de ese Ford Fiesta cascado, parecido al de un taxi, y que antes de que te des cuenta ya está alejándose de nuevo, entre una interminable colección de chalets parecidos al nuestro. El sonido del coche de vigilancia es como una música arrulladora que nos permite dormir y que salvaguarda la paz de nuestras conciencias. Los esporádicos ladridos de Arnold, peleándose con otros gatos, nos recuerdan que en algo somos distintos de nuestros vecinos.
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